sábado, 24 de marzo de 2018

POSTALES DE MI CIUDAD


90 SEGUNDOS 
El Tano fue un amigo. El y su compañera lo serán siempre; me dieron cobijo en épocas difíciles para mí, a pesar de que su casa, ubicada en calle Pérez del Puerto, era relativamente pequeña; siempre hubo un lugar. El Tano vivía con su compañera y cuatro hijos; él era hijo de italianos; eran picapedreros por herencia familiar; a eso se dedicaban.
Al Tano le gustaba el basquetbol y el boxeo. Era un tipo enorme de tamaño, con un andar cansino y siempre de buen humor; nunca lo vi enojado pero era de esos hombres que deseas nunca verlo enojado. No sé si por accidente, por descuido o por negligencia de la patronal El Tano se fue pronto, dejando un enorme vacío en quienes lo conocimos.
A fines de la década de los 80 se anunciaba lo que sería el combate del siglo; dos grandes boxeadores, campeones invictos, se enfrentaban por la unificación de los títulos mundiales de peso pesado y con El Tano nos dispusimos a vivir una velada boxística que prometía ser inolvidable (y valla si lo fue).
Aquella noche, mientras en el televisor de la sala, que servía de living y comedor, el maestro de ceremonias del Atlantic City de Las Vegas hacia las presentaciones pertinentes, nosotros decidimos prepararnos también; El tano fue a la cocina a cortar las pizzas que había preparado mientras yo iba a la heladera, sacaba la cerveza, buscaba vasos y alguna servilleta para no ensuciar la mesa, en eso escuchamos nítidamente el campanazo que dio comienzo a la pelea del siglo.
Ya con todos los elementos necesarios para una gran noche de boxeo volvimos al living y nos paramos incrédulos ante el televisor, la imagen nos dejó boca abierta a ambos: Michael Spinks yacía tendido en la lona, el juez del combate realizaba el conteo y Mike Tyson observaba desde su esquina. La pelea había terminado, tan solo duro 90 segundos.
Esa noche terminamos comiendo pizza, tomando cerveza y viendo basquetbol por televisión.

POSTALES DE MI CIUDAD


LA MAQUINA
El Club Pescadores de Minas funcionaba,  a fines de la década de los 90, en un enorme edificio de dos plantas ubicado en calle Treinta y Tres casi José Enrique Rodo; lugar donde muchísimos años antes había funcionado el emblemático Club Uruguay. En el Club Pescadores era común los fin de semanas bailes, espectáculos en vivo y bingo familiar los domingos; además de las clásicas excursiones de pesca de sus asociados.
Al frente de la cantina del Club estaba José Pedro, un hombre flaco, alto, bohemio y muy solidario que se había criado en campaña y había recalado en Minas por cuestiones de salud, de ahí en más se quedó y se dedicó a atender bares hasta su fallecimiento. Tuvo unos cuantos en Minas, era su medio de vida.
Era común al medio día encontrar en la cantina del club a diversas personas amantes de la pesca, entre ellos el presidente del Club Don Martiñano.
Un dial llego a la cantina Juan quien se definía a si mismo “inventor”, vivía en Aníbal del Campo casi Roosevelt, la puerta de su casa aún conservaba un cartel que decía: zapatería y estaba llena de cosas “inventadas” por Juan que nunca funcionaron. Entro a la cantina para hablar con Don Martiñano, para pedirle permiso de poder vender pororó en las secciones de bingo los domingos; “¿y ya lo traes echo?” preguntó el Presidente del Club; “no, lo hago acá con una máquina que yo invente” respondió Juan; Don Martiñano, conociéndolo bien a Juan, lo miro fijamente pidiéndole que trajera la maquina a la cantina y le mostrara que funcionaba, si era como el decía le autorizaría a vender pororó los domingos.
Unos días después llego Juan con la máquina, había colocado un motor eléctrico en una base metálica, sobre este un enorme tacho rodeado de una resistencia que cubría casi todo el interior del tacho. Por el interior otro tacho más pequeño donde colocaba el maíz pisingallo. En la cantina había unas 12 o 13 personas incluyendo a Don Martiñano y José Pedro. Juan lleno el tacho de maíz, coloco la tapa y encendió el motor. Poco a poco el maíz empezó a calentar y comenzó el clásico sonido al abrirse los granos producto del calor, a los minutos aquello parecía una balacera y el tacho empezó a llenarse de pororó, tanto que empezó a levantar la tapa del tacho, entonces Juan apago el motor; pero el maíz seguía reventando y saliendo por la orilla de la tapa, a los minutos aquello era un verdadero reguero de pororó; todos en la cantina intentaban que aquella máquina infernal parara de desparramar maiz.
En ese momento entro a la cantina Lemos; era un hombre de baja estatura, que vivía de lo que juntaba en las calles, era extremadamente inteligente y capaz de hacer funcionar cualquier cosa que callera en sus manos; su casa estaba en el Barrio La Filarmónica, frente mismo al Paseo de los Estudiantes. Al ver aquel desparramo de pororó pregunto que ocurría y allí alguien le contesto que no podían parar la maquina aquella que seguía tirando pororó; Lemos fue al baño y volvió con un balde con agua que volcó dentro del tacho de aquella máquina infernal, entonces paro el desparramo.
Todo el mundo se quedó viendo el panorama, era dantesco, todo el piso de la cantina estaba regado de pororó, incluso arriba del casin había granos de maíz pisingallo. Juan miro a Lemos y le increpo: “que hiciste?, me quemaste la maquina”. “Si” contesto aquel “pero al menos pare el desastre” y sin decir más nada se fue.
Algunos días después volvió Lemos a la cantina trayendo una máquina de hacer pororó para Juan, pidió un vino, la encendió e hizo pororó para todos allí mostrándole a Juan cómo funcionaba: “te mate la tuya, por eso arme esta para vos” le dijo al inventor, termino su vino y se fue.
Hace más o menos unos 15 años encontré a Juan en la ciudad de Pando, tenía un kiosco cerca de la plaza, entre muchos artículos vendía pororó acaramelado que el mismo hacía.

POSTALES DE MI CIUDAD


LAS PLUMAS
Jiménez vivía en paraje Lavaderos, allá por los años 60, a casi 80 km de la capital departamental, muy cerca de una pequeña villa llamada Ladrillos. Jiménez  vivía de lo que saliera: alambrador, tropero, hacia changas en las estancias, etc; en las épocas de poco trabajo salía a cazar lobitos de rio de los cuales vendía su piel a los talabarteros de la ciudad, solo mataba machos de buen tamaño, jamás hembras o lobatos pequeños y nunca mataba más de 6 o 7 al mes. Era un experto tirador con su rifle Brno calibre 22. Llegue a conocerlo a fines de la década de los 80, ya bastante veterano era capaz de darle a un avestruz en cabeza a buena distancia. Era un tipo sencillo, muy paciente y gran observador; la vida le había enseñado todo lo que sabía; nunca fue a la escuela y quizás por eso le encantaba que le leyeran cualquier cosa que estuviera escrita, él se deleitaba viendo las ilustraciones de las revistas y los pocos diarios que llegaban a sus manos.
En Minas, en la calle Batlle por aquellos años existían más de 7 tiendas en apenas 3 o 4 cuadras, algunas aún existen hoy en día. Una de ellas era del judío Nelson, quien había llegado a Minas siendo muy niño junto a sus padres con una ola de inmigrantes que huían de la guerra en la vieja Europa; acá se formó en las calles y con apenas 14 años su padre le puso un kiosco en Batlle y Sarandí para que trabajara ya que no quería seguir estudiando. Ya con más de 50 años Nelson seguía trabajando en el mismo lugar, pero al frente de una enorme tienda.
Luego de un invierno difícil, con poco trabajo en la zona, Jiménez decidió cazar avestruces para vender las plumas ya que los lobitos aun no estaban con el pelaje en buenas condiciones hasta la primavera y por lo tanto no se pagaban mucho. Nunca había cazado avestruces pero era lo que iba quedando y las plumas se pagaban bastante bien para teñir.
Un día llego a Minas a vender las plumas y se encontró con que sus clientes habituales no las querían ya que el mercado de plumas había decaído notoriamente y ya no había venta para ese producto; tras andar varias horas Jiménez llego a la tienda de Nelson: “Buenas, tengo plumas de avestruz para vender” dijo al dueño quien le respondió “No mi amigo, las plumas no tienen venta, ya no las podemos vender como antes, nadie las quiere”. Ya algo desilusionado Jiménez hizo un último intento “mire que son de avestruz con sangre, si usted las tiñe no se descoloran más”, “y cómo es eso?” increpo Nelson “ todas las avestruces tienen sangre”, “no mi amigo, no todas, la mayoría mueren degolladas después de ser boleadas por lo que se desangran antes de sacarles las plumas ya que tienen la sangre caliente, yo las mato de un tiro en la cabeza mientras picotean tranquilamente, ni se enteran que les paso, por eso la pluma no pierde su fuerza” dijo algo animado Jiménez.
Nelson miro las plumas y le dio a Jiménez que nunca había teñido una pluma y que además no podía pagar mucho, que si quería podía cambiarle por ropa o botas algunas de las plumas, entonces Jiménez  respondió: “un par de botas, una muda de ropa y las revistas que tiene ahí por todas las plumas” señalando un montón de revistas viejas que Nelson tenia apiladas en un rincón y que usaba sus hojas para meter dentro de los zapatos y botas para que no perdieran su forma.
Nelson acepto el trato, en su tienda tiño plumas hasta la década de los 80 que se prohibió por algunos años el desplume y venta en Uruguay. Jiménez le siguió vendiendo plumas a Nelson por más de 30 años.

POSTALES DE MI CIUDAD


Estas historias son reales, contadas por sus protagonistas o por personas que conocieron los hechos de primera mano y en algunos fui testigo directo; los lugares también existen en la ciudad de Minas y en el departamento de Lavalleja. Algunos  de los nombres en cada historia son ficticios por distintas razones: para proteger identidades en la mayoría de los casos y porque la memoria ya no me ayuda en otros. Espero estas postales sirvan para conocer un poquito más la historia de mi ciudad y sus habitantes.



POSTALES DE MI CIUDAD


El Menudeo.
Don Rodríguez  y su señora abrieron las puertas del almacén allá por el año 1942 en la esquina de Carabajal y Florencio Sánchez. Muy humildemente ofrecían a los ocasionales clientes alpargatas, tabaco y alguna bebida espirituosa embotellada.
En la esquina de Batlle y Rodo existía el bar de Méndez, un lugar donde los parroquianos del centro de Minas y algunos barrios se reunían noche a noche a comentar la jornada terminada entre copa y copa.
Rodríguez y Méndez  se conocían desde hacía muchos años, eran amigos de los de antes.
El almacén de Rodríguez no progresaba nada y un día Méndez le aconsejo: “vende al menudeo, vas a ver que ahí creses” pero Rodríguez no se animaba por no estar autorizado por el municipio a vender bebidas por copa; la cosa no andaba, pasaban los meses y el almacén estaba destinado a cerrar más pronto que rápido.
Una noche de sábado el bar de Méndez estaba lleno de parroquianos que tertuliaban entre copa y copa; entonces Méndez grito fuerte: “señores no sirvo más por hoy, si quieren acompañarme voy a visitar un amigo” y se fue a lo de Rodríguez con clientes y todo. Al llegar al almacén dijo: “Rodríguez hoy estoy de franco, servirme una caña y también a mis amigos”.
Estuvieron hasta clarear el día entre copa y copa.
Entre los asistentes se encontraba el negro Juan, inspector del municipio y encargado de controlar los bares de la ciudad. Al marcharse Rodríguez le estrecho la mano y le digo con vos firme (para que todos escucharan): “Negro este lugar es de un amigo así que acá no jodas”.
Desde ese día cuando el negro Juan hacia sus recorridas por Carabajal al llegar a Florencio Sánchez se paraba en la esquina cruzada al almacén de Rodríguez, después de un buen rato y cuando se había cerciorado que no había vasos sobre el mostrador entraba exclamando: ”buenas, inspección municipal, veo que todo está en orden, hasta la próxima” y se marchaba.
El bar de Rodo y Batlle hace muchos años desapareció, el almacén de Carabajal y Florencio Sánchez aún existe.